viernes, 19 de marzo de 2010

Fotógrafo

El flash iluminó la habitación, fotografiaba el cuarto donde había dormido durante veintiún años.
Mi afición por la fotografía me había llevado a muchos lugares donde pude captar el mundo; detener por una vida el movimiento de aquel niño corriendo tras las palomas de una plazuela mientras su cara mostraba sobresalto; me hacían sentir vivo, las paredes de mi cuarto yacían tapizadas con reproducciones de lugares exóticos que guardaba en un rincón de mi mente: catedrales inmensas, plazuelas de arte antiguo y moderno, los ríos más grandes del mundo ocultaban mi puerta mientras montañas azuladas adornaban las claraboyas.
Me levanté del piso y abrí la ventana, deseaba sentir la brisa y observar la puesta de sol. ¿Hacia a dónde irían los recuerdos pulidos de los fallecidos?
“Desearía por una vez en la vida fotografiar el alma que se va mientras su cuerpo agoniza”, pensé mientras retrataba el fenómeno solar.
Mi vida era una fotografía, los colores de los días corriendo tras de mí iluminaban el sentido realista que nos muestra día con día el marco de la juventud perenne en la vida.
Regresé al piso a observar las imágenes que acababa de fotografiar; las nubes tenían forma de infinitas figuras, el sol a punto de ocultarse deslumbraba la infinitud del cielo reflejando la mortalidad humana.
Capté una vez más mi rostro pálido con ojos color miel para colocarlo en un álbum fotográfico. Desde hacía tres años realizaba esta colección para observar el cambio de la juventud, me aterrorizaba la idea de envejecer, tal vez pudiera descubrir el secreto de Dorian Gray.
Dejé de pensar en mi juventud casi ida, salí a la calle con mi cámara lista y fui a caminar.
Mi paseo por las calles demoró más de lo esperado, entré en un café para desayunar; advertí mucha gente, me senté en la barra y ordené un “americano” sin azúcar, el joven que me atendió era algo extraño, su uniforme no lucía muy pulcro, espinillas en el rostro delataban su corta edad; antes que depositara el café sobre la barra fotografié su cara.
-¿Por qué fue eso?-preguntó el muchacho algo sorprendido.
-No te preocupes chico, es para un mural.

Al parecer el joven no creyó lo que le dije y pronto se alejo intrigado. Me daba igual lo que opinara.
Terminé mi café de unos cuantos tragos mientras un ruido peculiar llamó mi atención: venía del televisor encendido en una esquina del local; lanzaba un sonido irritante, ensordecedor, exhibiendo un noticiero cuyo comentarista sólo hablaba de falacias; así que no le presté atención y continué observando.
En la mesa de un rincón había un par de mujeres bebiendo en taza algún liquido, quizá era te, ambas vestían de negro y lentes oscuros; por un instante su actitud me pareció efímera y burda, pero fue ahí cuando me intrigó su actividad.
Murmuraban entre sí, quizá una discusión entre ellas; imaginé que criticaban a ciertas personas por el simple hecho de recordar su forma de caminar; su vestimenta o su forma de hablar. Ambas sacaron un cigarrillo, lo encendieron y empezaron a fumar.
En la mesa de junto, un anciano intentaba calmar a un niño de unos cinco años, el cual tenía cierto parecido con el viejo, parecía su nieto; el viejo hacia gestos para silenciarlo más parecía que el infante no pensaba detenerse, quería algo especial de comer y no se callaría hasta conseguirlo. Dejé de prestarles atención.
Continúe observando a la gente de la pequeña cafetería: había ambigüedad en ellos; el hombre de la otra orilla sudaba mientras tomaba su cappuccino y espiaba por la ventana esperando la llegada de alguien, tal vez su esposa, un socio de negocios o una amante, nunca lo supe pero me pude percibir su impaciencia.
No tenia mucho tiempo, debía apresurarme si quería llegar a tiempo a mi clase de historia sobre fotografía; llame al adolescente para pagarle mientras guardaba en mi cámara las imágenes de aquellas líricas historias: el rostro del empleado, las mujeres de negro mientras hablaban, las muecas del anciano silenciando al pequeño y el sudor que corría por la frente de aquel hombre ansioso, tres magnificas fotografías, tres magnificas historias por relatar y guardar.
El joven me dio la cuenta; saque un billete del interior de mi saco al igual que un revolver, apunte a éste y antes de disparar en su pecho pude captar de nuevo su rostro, más esta vez no era de intriga, fue un susto fenomenal, como si hubiese visto el cadáver de su madre reencarnar frente a él.
Le dispare en el pecho y cayó.
Justo en ese momento mi excitación comenzó; el par de mujeres de negro se exaltaron y gritaron enloquecidas, el hombre de la esquina dirigió su mirada hacía mí y comenzó a temblar derramando su capuchino; acto seguido el anciano tomo a su nieto en brazos para protegerlo; pobres imbéciles, nunca hubieran imaginado que su vida terminaría por un impacto de bala en una pequeña cafetería.
Me levante de aquella silla junto a la barra y me dirigí a los presentes para luego hincarme alzando las manos:
-Señores, espero y Dios me perdone por lo que estoy a punto de hacer.
En ese momento las miradas de aquellos seres mostraban terror.
Una vez más fotografié la escena de miedo para luego dispararle al hombre impaciente, creo haber escuchado un grito antes de dispararle en la cabeza; no le tomé importancia y corrí para guardar una imagen del cadáver. Todo era tan maravilloso, nunca pensé que las caras de los humanos fuesen tan interesantes al momento de presentir la muerte.
Enseguida murió el anciano, más a él no le disparé; la operación fue sencilla: apunté a su cabeza obligándolo a soltar al niño, prometiéndole que a éste no le haría nada, lo obligué a morder la moldura de una de las mesas para luego pisar su cabeza y fotografiar el momento en que su cráneo se dispersaban sobre la misma inundándola de sangre.
Una vez más volví con las mujeres que no cesaban de gritar, la primera murió rápidamente, un golpe seco en la nuca y una bala en la boca debieron haberla aniquilado rápido. La imagen de ésta no fue una ambrosía como aquella puesta de sol, empero fue satisfactoria.
La última no dejaba de llorar y tuve que estrangularla para poder callarla, era nefasto su estúpido llanto.
Para finalizar un llanto más llamó mi atención, aquel niño había presenciado todo, se encontraba en el suelo viendo los restos de la cara de su abuelo.
-No te preocupes, tú no sufrirás- le dije mientras le sonreía y estiraba mi mano para ayudarlo a levantar.
Lo acosté en la barra de la pequeña cafetería y dije –buenas noches- disparándole en la sien.

Salí de la cafetería para observar lo más raro que había visto ese día, no había nadie en la calle, estaba vacía.
Volví a mi casa para encontrar el mismo silencio que había dejado al marcharme; encendí el televisor y sintonicé el mismo canal de la cafetería; ahora informaba sobre una matanza en una café cerca de mi casa.
Fotografíe mi rostro aún con rasgos de juventud y pensé:
¿Será verdad que los artistas estamos locos?